Arabia en ese período estaba dividida en tres áreas de influencia. El norte vivía bajo la sombra de dos grandes imperios, el cristiano bizantino y el zoroastriano persa, imperios en una guerra eterna por lo tanto los dos tenían las mismas posibilidades de conseguir la victoria definitiva sobre el otro. En las sombras de estos poderes vivían los árabes de la región del norte con alianzas divididas y cambiantes.
El sur era la tierra de los perfumes árabes, llamado por los romanos ‘Arabia Felix’ (en el día de hoy Yemen y el sur de Arabia Saudita) era propiedad deseada. La conversión del gobernador de Etiopia, el Negus, al cristianismo llevó a su país a la alianza con Bizancio, y fue con el consentimiento de Bizancio que los etíopes tomaron posesión de este territorio fértil a principios del siglo seis. Antes de su ruina en manos del despiadado conquistador, sin embargo, los sureños habían abierto los desiertos de Arabia Central al comercio, introduciendo una medida de su organización en la vida del beduino que servía de guía para las caravanas y establecimiento de puestos de comercio en los oasis.
Si el símbolo de estas personas sedentarias fuesen árboles de inciensos, la de la zona árida era la palmera de dátiles; por un lado el lujo del perfume, por otro la comida básica. A nadie le hubiese interesado el Hiyaz -Donde no cantan las aves ni crecen las hiervas – según el poeta sureño – como una propiedad deseable. Las tribus del Hiyaz nunca experimentaron ni la conquista ni la opresión; nunca habían sido obligados a decirle ‘Señor’ a nadie.
La pobreza era su protección, pero indudablemente no se sentían pobres. Para sentir la pobreza se debe envidiar la riqueza, y ellos no envidiaban a nadie. Su riqueza era la libertad interior, en sus nobles ancestros, y en el sensible instrumento del único arte que conocían, el arte de la pobreza. Todo lo que ahora llamamos ‘cultura’ se concentraba en este medio solamente. Su pobreza glorificaba el coraje y la libertad, alababan al amigo y se burlaban del adversario, ensalzaban la valentía del miembro de la tribu y la belleza de la mujer, en poemas cantados en los fogones o en el infinito desierto bajo el vasto cielo azul, siendo testigos de la grandeza de esta pequeña criatura humana viajando por siempre en los vastos terrenos de la tierra.
Para los beduinos el mundo era tan poderoso como la espada. Cuando se encontraban con tribus hostiles para probarse en la batalla era de costumbre que se apareciera el más fino poeta alabando el coraje y la nobleza de su propia gente y despreciar al innoble enemigo. Tales batallas, en donde el combate entre los campeones rivales era la mayor característica, eran mas una competencia de honor que la guerra como la comprendemos hoy en día; los tumultos, presunción y exposición, con menos víctimas que aquellas producidas por la guerra moderna. Servían un claro propósito económico a través de la distribución del botín, y para el vencedor presionar demasiado su ventaja sería lo contrario al concepto de honor. Cuando alguno de los dos lados era derrotado contaban los muertos y los victoriosos pagaban el dinero de sangre – para reparar los daños – a los vencidos, para que la fuerza relativa de las tribus se mantuviese balanceada. El contraste entre estos y las prácticas de la guerra civilizada es impresionante.
Sin embargo, La Meca fue, y sigue siendo, importante por una razón diferente. Ya que aquí yace el Kaaba, el primer lugar establecido para que la humanidad adore a su único Dios. La antigua Kaaba ha sido hace mucho el centro de este pequeño mundo. Más de 1.000 años antes de que Salomón construya el templo en Jerusalén, sus ancestros, Abraham, ayudados por Ismael, su hijo mayor, levantaron las paredes de los antiguos cimientos. Un tal Qusayy, líder de una ponderosa tribu de Quraish, estableció allí su población. Esta era la ciudad de La Meca (o ‘Bakka’). Cerca de la Kaaba corría el manantial de Zam Zam. Su origen, también, viene de los tiempos de Abraham. Fue este manantial el que salvó la vida de los niños de Ismael. Como dice la Biblia:
“Y oyó Dios la voz del muchacho; y el ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, y le dijo: ¿Qué tienes, Agar? No temas; porque Dios ha oído la voz del muchacho en donde está. Levántate, alza al muchacho, y sostenlo con tu mano, porque yo haré de él una gran nación. Entonces Dios le abrió los ojos, y vio una fuente de agua; y fue y llenó el odre de agua, y dio de beber al muchacho. Y Dios estaba con el muchacho; y creció, y habitó en el desierto, y fue tirador de arco”. (Génesis 21:17-20)
O, como cantan los Salmistas:
“Cuando pasaren por el valle de Abaca lo tornarán en fuente, la lluvia también llenará las cisternas”. (Salmos 84:6)
Las circunstancias del tiempo favorecieron el desarrollo de La Meca como un gran centro comercial. Las guerras entre Persia y Bizancio habían cerrado la mayoría de las rutas del norte entre oriente y occidente, mientras que la influencia y prosperidad del sur de Arabia había sido destruida por los etíopes. Además, el prestigio de la ciudad fue mejorado por su rol como centro de peregrinación, como lo fue el de Quraish como custodio de la Kaaba, disfrutando lo mejor de los dos mundos. La combinación de la nobleza, la descendencia árabe de Abraham a través de Ismael, con autoridad económica y espiritual les brindo bases para creer en su esplendor, comparado con cualquier otra persona del mundo, fue el esplendor del sol comparado con el brillo de una estrella.
Pero la distancia del tiempo desde los grandes patriarcas y profetas así como también su aislamiento en los áridos desiertos de la península se había transformado en idolatría. Teniendo fe en la intercesión de dioses menores relacionados con el Dios Supremo en sus ritos de adoración, ellos creían que sus deidades poseían el poder de llevar sus plegarias al Dios Supremo. Cada religión y clan, de hecho cada casa, tenía un pequeño ‘dios’ propio. Trescientos sesenta ídolos fueron instalados entre la Kaaba y su patio, la casa construida por Abraham para la adoración de un Solo Dios. Los árabes honraban divinamente no solo a ídolos en esculturas sino que veneraban todo lo sobrenatural. Creían que los ángeles eran hijas de Dios. La bebida y el juego eran reinas. El infanticidio de las mujeres era común cuando las niñas recién nacidas eran enterradas vivas.